¿Te ha pasado que hay días especiales en los que, a donde sea que voltees, todo se ve gris?

Así, nubladitos, con friecito (ese que nada más despierta las ganas de estar comiendo). Días en los que no dan ganas de salir de la cama y en que desata invariablemente la melancolía, acompañada de ese cansancio silencioso que poco a poquito se nos va juntando. Bueno, hace un par de semanas tuve uno así, o más bien varios.

Resulta que en mi casa hubo un problema importante con uno de mis hijos, del cuál obviamente me culpaba porque – para variar – soy “la peor mamá del mundo” (a veces también soy la más perfecta, así que no me preocupa mucho cuando dice que soy la peor). Pero, en esta ocasión, mi lado malévolo se andaba dando vuelo según mi hijo, ¡jaja! Además, el trabajo había estado intenso y entre resolver los problemas de casa, ser chofer, ayudante de tareas y la peor mamá, sentí que el día era más que gris, ¡era casi negro! Y no sólo ese día, tenía toda la semana así y no me había percatado de eso.

Creo firmemente que días como esos nos dan oportunidades de ver, sentir, reflexionar y hacer un alto sobre lo que estamos viviendo y pensar: ¿por qué me está pasando esto? Más bien, creo que la pregunta más acertada sería: ¿para qué me pasa?

Y bueno, mi momento fue mientras me bañaba, ya que mis hijos se habían dormido. Al fin tenía un ratito de calma, en silencio, solita conmigo misma. Me di cuenta que me exijo mucho durante el día a día, saco toda mi energía para permanecer fuerte, valiente ante lo que se vaya presentando y tratando de disfrutar cada momento de lo que hago. Y eso, es cansado. Estaba cansada, agotada. Pues, al fin lloré un poquito en la regadera y pensé ¡qué difícil es! No algo en específico… Sino, ¡qué difícil es ser sensible! A veces duele un poquito y a mí me había estado doliendo toda esa semana y no me había dado cuenta. Cargué con muchos problemas, y aunque los platicara pidiendo algún consejo u otro punto de vista, sólo yo los entendía al cien, solo yo los sentía con las mil emociones mezcladas que nos caracterizan a las mujeres.

Entonces volteé a verme en el espejo que tengo en la regadera, y ¿saben qué? Me caí bien.

Me ví a los ojos y pensé: “pues aquí estás sobreviviendo y ¡claro que puedes! Ya has podido antes y claro que puedes con más”. Y confié, otra vez confié. “Me tienes a mí – me dije – y mientras yo esté, vamos a poder. Ya veremos cómo le hacemos.”

No crean que fue así como que “echándome porras”.No soy para nada de las de “¡vamos, tú puedes!” y que casi sacan los pompones mientras pegan de brincos… Más bien, soy de las que abrazan, reconfortan, escuchan… Y así lo hice conmigo misma, me hacía falta yo. Y me gustó.

¿A qué voy con todo esto? Pues a compartirles que estos ratitos son importantes, muy importantes. A mi parecer, los días grises bien aprovechados son maravillosos. Nos dan la oportunidad de detenernos, pensar, agarrar fuerza de nuevo, reconocer nuestro esfuerzo, identificar nuestra vulnerabilidad y fortalecernos.

Después de eso me sentí reconfortada, apapachada, con empatía hacia mí misma, tranquila… Eso era, sólo me faltaba tranquilidad y retomar la confianza. Respiré profundo y seguí adelante.

Y aquí estoy, por si me necesito de nuevo.

Manténte actualizada
Recibe en tu correo las últimas publicaciones semanalmente.
No envíamos spam 🙂