Hace unos meses empecé con la idea de escribir la historia de mi familia de origen, para que quedaran en blanco y negro esas anécdotas contadas de boca en boca, para darle voz, forma y personalidad a cada foto que cuelga en la pared donde hace algunos años armé el árbol genealógico de mis hijos.

Pienso que la familia es un gran regalo, el segundo que recibimos después de la vida, es nuestra primera comunidad y nuestro clan. En un intento de que las raíces no se olviden, de honrarlas y de enseñar a mis hijos a hacer lo propio, eché a volar este proyecto.

Me inscribí a un curso de autobiografía con una maestra fabulosa que me ha confrontado, empujado y guiado en esta gran hazaña. Primero sufrí para encontrar la línea de tiempo, por dónde empezar, cómo continuar y cómo hilvanar la historia… después me topé con algo más difícil: los huecos… cientos de huecos; empezaba a escribir alguna anécdota y comenzaban a aparecer preguntas, dudas y vacíos. Entonces empecé a atorarme y a preguntar a quién se deje y se acuerde.

Cuando me quedo sola frente a mi computadora,  logro entrar en los vericuetos de la memoria, a ese laberinto de recuerdos de pláticas y vivencias que empiezan a aflorar, los dedos empiezan a moverse sin parar, he llorado mucho, me he reído, he revivido un montón de cosas; ha sido una terapia deliciosa. Le he prestado a mis ancestros mis emociones cuando es necesario contar algo que lleva impresas ese tipo de memorias y que ya no puedo preguntar.

También ha surgido otro aprendizaje, me faltó un personaje en particular del que simplemente no puedo escribir. Se me atoran los dedos, mi memoria se calla y lo único que evoca en mí es como si fuera un cuadro difuso que estaba colgado en la sala, o un florero empolvado en la esquina de alguna recámara. Ese personaje es mi abuelo paterno, así que no puedo borrarlo, es importante en la historia. Él murió cuando yo tenía treinta años, ¿se imaginan esa cantidad de años de mi historia compartida y que no me inspire a escribir una sola línea de él?

Hoy, que en este ejercicio intento abordarlo, simplemente no puedo. Me llenaron de preguntas de: ¿Qué te hizo?, ¿tuviste algo difícil con él?, ¿qué pasó? No, no tuve ninguna experiencia difícil, simplemente no tuve vivencias con él. Era lejano, casi ni me dirigía la palabra ni me volteaba a ver. Actuaba conmigo como si yo no existiera, y hoy que me toca escribir de él, es como si ese “no existes” ahora revirara y le dijera: “Eres tú el que no existes”.

Sé que no debe ser así, no soy quien para juzgar su comportamiento y estoy trabajando en ello. Este relato autobiográfico seguro me ayudará a sanar mi relación con él y a poner en orden las ramas. Pero este episodio me llevó a recapacitar ¿qué memorias quiero dejar en los míos? ¿Quiero que me recuerden con ganas de platicar de mí? Que cuando vean una foto mía, aunque sea accidentalmente, puedan esbozar una sonrisa o un suspiro por lo menos. Entonces, debo trabajar para sembrar esos recuerdos en mi gente.

No hay nada más triste que ser olvidado y me atrevo a decir que cuando no convives, te interesas, te involucras, preguntas, platicas, das cariño y cobijo,  pasas a ser un archivo no memorable. Quiero ser un archivo memorable para los míos, así que a crear memorias ya que no es un regalo que se da solo por llevar la misma sangre.

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