No encuentro las palabras para describir lo que siento al ver el poder tan grande que tenemos como humanidad de juzgar, corromper, dividir, destruir, mutilar, asesinar… de verdad, no las encuentro.

Hoy, después de unas semanas de haber estado en este museo en la Ciudad de México, trato de verbalizar lo que ahí viví y no sé como empezar, supe que tenía que compartirlo desde el momento que puse un pie fuera del museo, porque la luz que logran presentar al final es digna de ser compartida.

Como se podrán imaginar al escuchar Museo de la memoria, sabía que iba a presenciar atrocidades cometidas en la segunda guerra mundial, donde al caminar sala por sala mi corazón iba encogiéndose cada vez más hasta sentir cómo explotaba. ¿En qué momento nos dividimos así? ¿En qué momento nos olvidamos, como humanidad, que somos uno mismo, que el mal que le hago al otro me lo hago a mi mismo? ¡Duele mucho! Y al terminar la sala de la segunda guerra mundial, dije —Vale verlo para no repetirlo. Pero NO, el museo sigue, porque como sociedad no sabemos parar, seguimos y seguimos, genocidios sucediendo todo el tiempo a nuestro alrededor.

Llegué a Ruanda, genocidio sucedido en 1992, del cuál sabía un poco más a fondo, ya que Immaculée Ilibagiza en su libro “Sobrevivir para contarlo” me lo había contado a detalle. Sabía cómo de un día a otro el odio sembrado entre dos tribus —inventadas también por el hombre—, los tutsis y los hutus, que vivían como vecinos, iban a la misma escuela, eran amigos, se empezaron a matar unos a otros sin que la ONU interviniera.

El museo sigue: Armenia, Guatemala, Cambodia, Birmania… a esto no se le ve fin si seguimos pensando que nuestra religión es la verdadera, que nuestra raza es superior, que nuestra ideología política es la correcta, que yo, yo, yo y solo yo importo, soy más y mejor que el otro.

Triste.

Pero la luz llega después de tanto dolor, la tolerancia, que por medio de fotografías y esculturas me muestran en el silencio de la introspección, sin sentirme juzgada, aunque siendo honesta, duro y a la cabeza, mis intolerancias, que aunque yo creía las mías eran inofensivas, ahí están y lo más maravilloso es verlas, para entonces identificarme con tanta atrocidad y entender que soy parte de ella hasta que decida salir y posicionarme al otro lado, dejar de fingir que no veo, dejar de sentirme buena para verme reflejada en el espejo de cada uno de los que mataron creyendo tener la razón y entender porque me duele tanto.

Hay esperanza cuando puedo ver, ver claramente, sin justificaciones, sin creer que eso no  me atañe. Hay esperanza al entender que sí estoy en el mismo barco, que tengo mucho que aportar desde mi lugar, aunque parezca pequeño.

Definitivamente si tienen oportunidad de ir, háganlo y por ningún motivo, se salten la última sala que no les conté.

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