Hace meses desperté con un sentimiento de impotencia e inconformidad. Había tenido semanas súper ajetreados en casa: fiestas, partidos, tareas, festivales, todo el día corriendo de aquí para allá y medio logrando las cosas. Junto con eso, como si fuera a propósito, muchísimo estrés en mi empresa: actividades pendientes, viajes inesperados, negociaciones atascadas y continuos problemas con el personal. Aunque era razonable que me pudiera sentir así, hacía días que todo estaba en orden.

Desde que comencé en el mundo del emprendimiento, aprendí a echarme porras yo sola. No porque nadie más lo hiciera sino porque es 100% necesario estar en un continuo estado de positivismo. Estar tranquila en tiempo de tempestad hace que tomemos mejores decisiones. El llegar confiada y tranquila a eventos importantes nos da la habilidad de entablar mejores relaciones. Muchas veces los nervios se apoderan hasta de las mentes más experimentadas, y desde mi punto de vista, hay que tener “rituales” para lograr mantenernos cómodas. No sólo eso, si quieres alcanzar metas y logros que no se han hecho, necesitas un poco más de confianza en ti misma de lo normal. Continuamente me echo porras o hago lo que creo conveniente hacer para volverme cada vez más resiliente. Esto, aunque es bueno, muchas veces no me permite sentirme triste o abrumada.

Ese día en particular me sentía culpable porque no había razón de sentirme triste. Sin embargo, recuerdo que tomé la decisión de disfrutar de mi trabajo y por la tarde, gozar y relajarme con mis hijos en casa. El día pasó con las actividades habituales y durante ellas traté de practicar el agradecimiento. Un “ritual” que muchas veces hago para sentirme mejor. Consiste en poner atención en todas las pequeñas grandes bendiciones que me rodean y agradecer consciente a Dios y al universo de tenerlas. “Me casé con el amor de mi vida, soy mamá de un niño súper noble y de una niña súper carismática. Ambos cuentan con excelente salud. Mi esposo y yo gozamos de una relación con excelente comunicación y también gozamos de salud. Nos dedicamos a nuestra empresa, trabajamos en lo que amamos y gozamos de tiempo para dedicarle a nuestra familia” me repetía. Agradecí a Dios cada detalle de mi familia y de mis circunstancias profesionales, entonces ¿por qué me sigo sintiendo así?

Por la tarde decidí descansar un poco, “estoy cansada” pensé. Me dormí 15 minutos, justo para reponerme y seguir con mis tareas de mamá. Pero nada. Me seguía sintiendo igual. Por la noche acosté a mis hijos, me tomé mi tiempo y agradecí tenerlos. Pero el sentimiento seguía ahí, y peor aún, más intenso que por la mañana. Odio pensar así pero me dije a mi misma: “seguramente son las hormonas”. Y traté de seguir con actividades para no ponerle atención.

 “Tenemos que ir a recoger unos papeles a la oficina” me dijo mi esposo. Como era antes de cenar teníamos tiempo. Fuimos y en el camino le comenté como me sentía. Muchas veces no lo hago porque siento que empeoro el sentimiento. Es como enfocarte en lo negativo, entre más lo veas, mayor se hace. Después de 10 minutos de desahogo, no noté cambio en mí. Me seguía la nostalgia y la tristeza. Obviamente la culpa creció y empeoró las cosas. “Teniendo tantas bendiciones y tú sintiéndote así” pensé.

Al llegar a nuestro destino, comenzó a lloviznar. “Me bajo yo para que no te vayas a mojar, me tardo máximo 10 minutos” me dijo mi esposo. La lluvia iba ad hoc con mi día. Más nostalgia me invadió. El que Roberto se bajara y me dejara sola en la camioneta aumentó mi negatividad. Trataba de ser positiva y no importaba cuántas veces  me repetía a mí misma que no había una buena razón para estar melancólica, no podía.

En ese momento me cuestioné mil cosas, puse las cosas en perspectiva, “¡claro!”, habían sido semanas de mil cosas, mi yo multitasking había llegado al límite del estrés días atrás y era normal sentirme así. Como toda experiencia negativa, por mínima que sea,  me encontraba en estado de shock y ahora que estaba relajada, todos los sentimientos estaban a flor de piel. Por primera vez en mucho tiempo me di permiso de sentir lo que sentía. Me di permiso de llorar, de admitir que muchas veces no puedo con todo, que soy bendecida pero que también vivo sucesos negativos.

En cuanto solté la primera lagrima, y como suceso de novela, la lluvia se intensificó. Cubrí mi rostro con las manos para darme permiso de llorar a rienda suelta, de sacar todo mi estrés y de permitirme tener ese lapso de desahogo completo y total. Lloré como niña chiquita por tres minutos. Y así como llegó, se fue.

Lo primero que me pasó fue que la culpa desapareció. Me di permiso de sentirla de entenderla y de liberarla. El estrés, la negatividad, la nostalgia y tristeza “sin fundamentos” se intensificaron por unos segundos pero desaparecieron por completo en cuanto dejé de llorar. Me detuve, no porque tuviera pena o culpa sino porque había sacado todo aquello que me había hecho sentir pésimo durante el día. Acepté que era normal, acepté que fue consecuencia del intenso estrés de semanas atrás. Me entendí tanto que después de llorar, sonreí.

Cuando llegó mi esposo a la camioneta yo estaba en completa paz. “Lloré” le dije sonriendo. “Y me siento mucho mejor”. Se rió un poquito y me besó, supongo que no me entendió pero al menos yo me entendí a mí misma.

No es fácil para mí abrirme en este aspecto, pero si te ayuda tanto como me ayudó a mi darme cuenta de esto, vale la pena compartirlo. A partir de ese día, me doy permiso de llorar cuando lo necesito. Soy súper bendecida, pero también de vez en cuando, sí, se vale llorar.

 

Dennise Carranza

CEO y Fundadora de XANTERÎA COSMÊTICA

www.xanteria.com

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