“Se amable, pues cada persona con la que te cruzas está librando su ardua batalla” – Platón.

¿Qué esconde esta frase que todos hemos escuchado en numerosas ocasiones, tal vez sin prestarle la debida atención? Hoy quisiera compartirte el gran valor que tiene para mí.

Desde que recuerdo me ha gustado probarme los zapatos de otros. Durante mi niñez, el closet de mamá y papá era uno de mis lugares preferidos en la casa para jugar, y probarme sus zapatos era… ¡convertirme en ellos por unos instantes!

En ese entonces, en cuanto me ponía los grandes zapatos de papá, imaginaba que iba a la oficina a trabajar. En esa época mi papá iba y venía de casa con un portafolio, por lo que yo, entusiasmada, también lo tomaba y pretendía trabajar en una gran oficina. Pero eso no era lo único que hacía mi papá, también tenía ¡zapatos para correr!, así que en cuanto me ponía sus tenis, mi imaginación volaba desde aquella oficina hasta algún lugar grande y soleado donde pretendía caminar largas distancias y ganar maratones.

Pero para mí, los mejores del mundo, eran los zapatos de mamá, ya que como es de suponer, ella tenía al menos el doble que mi papá. Me encantaba probármelos y caminar por toda la casa escuchando el sonido de los tacones, cuando lo recuerdo no puedo evitar sonreír con nostalgia y alegría. Con sus tacones jugaba y me transportaba hacia elegantes fiestas y lugares sofisticados mientras cuidaba de no tropezarme y caer abruptamente (ahora que lo pienso, aún en la actualidad no consigo caminar bien con ellos, ja ja).

Sin embargo, de todos los zapatos de mi madre, los que recuerdo con más cariño son las sandalias con las que ella andaba por toda la casa cuidando de todo y de todos con mucho amor. En cuanto me ponía esas sandalias mi actuación cambiaba, tomaba sartenes y ollas y, previo permiso de ella, jugaba a la cocina inventando guisos con comida de verdad que, por supuesto nunca me atreví a probar, ¡eran terribles!

Ya en la adolescencia, algunas veces mis amigas y yo nos reuníamos para arreglarnos y salir de fiesta. Uno de esos días me di cuenta de que mis zapatos no combinaban con mi ropa y en ese momento pensé lo peor, ¡era imposible salir así de descombinada! (claro que ahora me río de ese tipo de problemas), para mi buena suerte, en aquel momento no faltó una amiga que gustosa me cambió los zapatos, entonces pude combinar muy bien mi atuendo, pero no solo eso, pude ser un poco como ella y ella un poco como yo.

Y ahora como adulto entiendo las cosas de forma diferente. Un simple acto como el de intercambiar zapatos con alguien ha tomado un sentido mucho más trascendental en mi andar.

Después de toda una vida usando los zapatos de los demás, ya sea por juego o incluso por vanidad, finalmente entiendo lo difícil que es caminar en zapatos ajenos. Ya sea que te queden grandes, pequeños, angostos o muy altos, lo que implica llevar los zapatos de los demás ha adquirido un gran valor y aprendizaje.

Confieso que aún hoy sigo jugando a ese juego, que en mi humilde opinión es un excelente ejercicio para conectarnos con el otro, pero ahora lo hago de manera intencional y con el firme propósito de entender al dueño de los zapatos.

Es sencillo formar, desde lejos, una opinión del por qué la gente hace o dice tal o cual cosa, pero cuando caminas con los zapatos de esas personas entiendes que tu manera de ver las cosas no es la única…

¡Wow, qué sorpresa! ¿Las cosas tienen más de un lado? Claro que sí, y el simple hecho de cambiar zapatos se encarga de sacarte del círculo del yo (de acuerdo a Freud), o los míos (familia) para ver a todos y ver por todos.

Como menciona Daniel H. Pink, uno de los autores más provocativos, reputados y leídos de la actualidad, “la empatía tiene que ver con ponerse en los zapatos de otro, sentir con su corazón, ver con sus ojos y con ello, hacer del mundo un lugar mejor”.

¡Te invito a que salgas a compartir zapatos y a atreverte a probar los de los demás!

Autora: Linda Villarreal

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