Voy en tren de Valencia a Madrid. Acabo de pasar unas horas en el Puerto de Sagunto, un lugarcito al que seguro jamás iría si yo fuera “turista” normal. Uno de esos lugares que no aparecen jamás en los tours veloces que se arman las agencias para visitar Europa.

Y sin embargo, a pesar de lo desconocido del lugar, me resulta tan familiar…

Reconozco el acento de sus habitantes, entiendo el dialecto “valenciano” que usan para hablar, sé de sus platillos, de su clima y de su peculiar combinación de tener montaña y playa en un mismo lugar.

Y mientras el tren avanza volando a 300 kilómetros por hora, mi mente encuentra un espacio único y especial para detenerme a pensar y sentir…

Visité Sagunto porque ahí vive Esther, una gran amiga mía a quien el destino me permitió conocer hace muchos años mientras meditábamos en un monasterio budista en Chiang Mai, Tailandia; donde conocí grandes personas, aprendí a amar el arroz yazmín, a saludar en tailandés y a recitar en Palí.

Y al perderme en mis recuerdos de Tailandia y el origen de mi amistad con Esther, mi reflexión coincide de nuevo en la misma idea que disparó mi pensamiento original: ¡viajar es simplemente MÁGICO! –

Cuando viajamos – lejos, sobre todo –, cuando por decisión visitamos lugares distintos en cultura, arquitectura, religión, costumbres, idiosincrasia o geografía, realmente estamos dando el primer paso para enamorarnos de ese lugar. Es como aceptar salir a una cita con ese conjunto de gente, con ese nuevo lugar. Vamos con emoción, con expectativa, con apertura, y eso, es básicamente el inicio de permitimos abrirnos a hacer familiar lo desconocido.

Hacer familiar lo desconocido. Así es.

Y caigo en cuenta de que cuando algo es familiar para ti, de cierta forma te pertenece, o al menos se siente como más “de uno”.  Y… ¿Se han puesto a pensar que cuando se trata de lo propio, tendemos a juzgar menos, a criticar menos, a justificar más?

Lo mismo pasa cuando viajamos. Nuestra mente y corazón se abren. Reciben. Se familiarizan.

Viajar es darnos la oportunidad de conocer. Y como dice El Principito, “sólo podemos amar lo que conocemos”, y en general, cuando amamos algo, lo aceptamos tal cual es.

Entonces, convivimos con gente que piensa distinto a nosotros y vemos que nos caen bien; entramos a lugares de fe distintos a los nuestros, y somos capaces de admirar y respetar; tratamos de entender de dónde surgen las distintas costumbres; sonreímos y damos los buenos días a quien, de otra forma, veríamos como extravagante, distinto, ajeno.

Ojalá todos pudiéramos viajar más. Conocer a los tarahumaras de la Sierra de Chihuahua y aprender a decir “Chimiri waca tu”; comer chapulines en Oaxaca; aprender si intentan “comprarte” por camellos mientras recorres el mercado en Marruecos es sólo un piropo y no una ofensa.

Ojalá fuera más sencillo. Ojalá encontráramos más valor en pagar un boleto de tren, de avión, de autobús o llenar el tanque de gasolina y dejarnos ir de largo en carretera para aí enamorarnos del mundo, en lugar de gastarlo en una bolsa de marca, una primera comunión “descomunal”, una piñata de locos o unos zapatos nuevos. Como leí por ahí en alguna foto “a quien le importa que traiga un par de tenis viejos, si los traigo caminando en París” .

Si tú puedes, no lo dejes. Ve y haz tuyo el recuerdo de un nuevo horizonte. Ve y lleva a tus hijos a que aprendan a sonreírle a gente que vive muy distinto a ti. Ve a hacer familiar algún nuevo camino.

Todos merecemos viajar. Todos merecemos darnos el tiempo.

Y definitivamente, el mundo necesita más viajeros enamorados del mundo.

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